Democracia iliberal y el poder del pueblo
La democracia iliberal se inserta en la democracia liberal a través de la voluntad del pueblo, mediante una forma democrática degenerada.
El liberalismo nació de la desconfianza hacia el poder absoluto y de la necesidad de contener tanto a reyes como a mayorías desbocadas. Tras la Revolución Francesa, la tripartición de poderes —legislativo, ejecutivo y judicial— se erigió como pilar contra la arbitrariedad, sustentándose en el imperio de la ley y la igualdad formal ante ella. Ese entramado definió la representación política: no una copia literal de la voluntad popular, sino un filtro institucional para que el pueblo, a través de sus representantes, participara del poder sin arriesgarse a ser devorado por caprichos autoritarios.
En el siglo XIX europeo, sin embargo, esa promesa de autodeterminación se vio constreñida por el sufragio censitario: solo quienes poseían un capital mínimo o propiedades podían votar y ser elegidos. Frente a la injusticia moral de excluir al proletariado emergente, los pensadores liberales defendían que la “autonomía de la voluntad” exigía independencia material. Si un trabajador dependía para su sustento de un terrateniente o un empresario, su voto carecía de libertad real y se convertía en instrumento de coacción económica.
Así germinó la tensión clásica entre liberalismo y democracia: la primera protege la libertad individual y la división de poderes; la segunda busca amplificar la voz de la mayoría. Esa dualidad dio forma a las democracias liberales representativas, donde el equilibrio entre minorías y mayorías se administraba mediante elecciones periódicas, tribunales independientes y prensa libre. Teóricos como Schumpeter vieron en esta fórmula un “realismo democrático”, mientras que Dahl insistió en que la pluralidad institucional era esencial para garantizar derechos básicos.
El siglo XX vio la expansión del sufragio universal y el triunfo aparente de la democracia de masas. Pero esa victoria correspondió a un desafío nuevo: los gobiernos electos comenzaron a concentrar competencias, erosionar tribunales y poner límites a la libertad de prensa. Bajo la apariencia de “volver el poder al pueblo”, surgieron regímenes con legitimidad electoral que, en la práctica, socavaban las reglas del juego liberal: nacían las democracias iliberales.
En una democracia iliberal, el voto universal sirve de justificación para reformar de facto la separación de poderes. Los parlamentos pueden aprobar leyes que subordinan a la Justicia, el Ejecutivo se atribuye facultades discrecionales excesivas y los jueces pierden independencia por nombramientos político-partidistas. Además, se utilizan prácticas clientelares y programas sociales con fines electorales, transformando la democracia en un instrumento de perpetuación en el poder.
El populismo iliberal combina apelaciones emocionales, narrativas de soberanía absoluta y deslegitimación de contrapesos. La “voluntad general” se presenta como única ley y fuente de todo mandato, confiriendo al líder un rol casi carismático. La prensa independiente es tachada de “enemiga del pueblo” y las redes sociales se convierten en campo de batalla.
La comunicación política iliberal no solo crea mentiras, sino que siembra la duda sobre los hechos. Cuestionar estadísticas oficiales, desprestigiar a académicos y sembrar teorías conspirativas se vuelve parte de la estrategia para minar la confianza: si nadie cree en la ciencia social o en el periodismo de investigación, el gobernante gana vía erosión de la verdad. La posverdad es el terreno de cultivo ideal para prolongar la dominación.
Frente a este desafío, la información rigurosa adquiere un valor estratégico. Medios como illiberaldemocracy surgen para desenmascarar tácticas de manipulación y exponer los modos en que se violan los principios liberales. Nuestro enfoque combina estudios de ciencia política, sociología y teoría del derecho, conscientes de que las ciencias sociales no pueden alcanzar la objetividad matemática, pero sí construir aproximaciones sólidas mediante contraste de datos y metodologías transparentes.
En términos de política práctica, es urgente fortalecer organismos de control con atribuciones reales: tribunales supremos robustos, procuradurías autónomas y agencias de protección al derecho de información. La legislación sobre partidos y financiación electoral debe evitar trampas de opacidad. Y las leyes de medios tienen que garantizar pluralismo y accesibilidad para impedir monopolios informativos y la censura indirecta.
Desde el punto de vista académico, resulta esencial explorar el “capital social” de cada nación: cómo la confianza interpersonal y la cohesión comunitaria disminuyen la susceptibilidad a la propaganda. Fomentar espacios de deliberación ciudadana, consejos de barrio y foros de discusión amplia la experiencia democrática más allá del mero acto de votar.
La democracia iliberal no es una fase pasajera, sino un síntoma de la tensión permanente entre el ideal de autodeterminación popular y la necesidad de frenos institucionales. Comprender sus mecanismos —captura judicial, control mediático, populismo programático y desinformación— es el primer paso para articular defensas sólidas. Iliberaldemocracy apuesta por el análisis crítico, la investigación empírica y la divulgación responsable para que la pluralidad de voces triunfe sobre la uniformidad del poder sin contrapesos.