El caso Dreyfus y el antisemitismo moderno

por | CONFLICTO ISRAEL Y PALESTINA

El caso Dreyfus destapó las profundas grietas del antisemitismo moderno y el nacionalismo exacerbado que bullían bajo la superficie de la Francia de la Belle Époque.

Proceso judicial de Esterhazy durante el caso Dreyfus

Proceso judicial de Esterhazy durante el caso Dreyfus

Lejos de ser un simple error judicial, el calvario de un capitán judío se convirtió en el sismógrafo que registró el terremoto ideológico que estaba redefiniendo Europa. Fue un drama nacional que obligó a toda una sociedad a mirarse en un espejo deformado, a confrontar a sus demonios y a elegir entre los ideales universales de la República —Liberté, Égalité, Fraternité— y las nuevas y venenosas lealtades de la sangre y la tierra. La pregunta que flotaba en el aire parisino de finales del siglo XIX no era solo si un hombre era inocente, sino qué significaba ser francés en un mundo a punto de desmoronarse.

Para comprender cómo la acusación de espionaje contra Alfred Dreyfus pudo fracturar Francia en dos mitades irreconciliables, es imprescindible viajar al corazón de la Tercera República Francesa, un régimen nacido de la humillación. La derrota en la Guerra franco-prusiana (1870-1871) no solo había costado el trono a Napoleón III, sino que había arrancado del cuerpo nacional las provincias de Alsacia y Lorena. Esta pérdida alimentó un profundo sentimiento de revancha, un nacionalismo herido y febril que buscaba culpables tanto fuera como dentro de sus fronteras. En este caldo de cultivo de inseguridad nacional, la figura del «otro», del traidor interno, se volvió una obsesión. Y en la imaginación europea, ese «otro» por antonomasia era, desde hacía siglos, el judío.

El antisemitismo que fermentaba en esta época era distinto al tradicional antijudaísmo de raíz religiosa. La Ilustración y las revoluciones liberales habían emancipado a los judíos de Europa, otorgándoles la ciudadanía y la igualdad de derechos. Sin embargo, esta integración generó una reacción violenta. El nuevo antisemitismo, con pretensiones de ser «científico» y racial, no atacaba al judío por su fe, que podía abandonar mediante la conversión, sino por su supuesta «sangre» o «raza», una condición inmutable. Publicaciones como La France Juive (1886) de Édouard Drumont, que vendió más de 150.000 copias en su primer año, popularizaron la perniciosa idea de que los judíos eran una raza ajena e inasimilable, un cuerpo extraño que conspiraba para dominar Francia a través de las finanzas y el capital. Drumont no argumentaba, simplemente señalaba: el judío era el artífice de la decadencia de la Francia tradicional, católica y rural. En este clima de paranoia, el ejército, pilar sagrado de la nación y custodio del honor perdido en Sedán, se erigió como un bastión de los valores más conservadores, católicos y, por ende, profundamente antisemitas. Alfred Dreyfus, alsaciano (y por tanto, con un acento que recordaba la derrota), de familia judía adinerada y oficial de artillería en el Estado Mayor, encarnaba todo lo que esta Francia reaccionaria detestaba y temía.

El caso Dreyfus: cuando la Razón de Estado devora la justicia

Todo comenzó en septiembre de 1894, cuando una empleada de la limpieza que trabajaba como espía para el contraespionaje francés en la embajada alemana encontró una nota rota en una papelera. Este documento, conocido como el bordereau, enumeraba secretos militares franceses que estaban siendo ofrecidos a los alemanes. La histeria se apoderó del Estado Mayor. Había un traidor en sus filas. La investigación, dirigida con una mezcla de incompetencia y prejuicio, rápidamente se centró en Dreyfus. La caligrafía del bordereau tenía un leve parecido con la suya, y eso, sumado a su condición de judío, fue suficiente. Los expertos en grafología estaban divididos, pero la presión del Ministerio de la Guerra, encabezado por el general Auguste Mercier, exigía un culpable para calmar a la opinión pública y proteger la imagen del ejército.

El juicio fue una farsa. Celebrado a puerta cerrada, el tribunal militar condenó a Dreyfus basándose en un «expediente secreto» que ni él ni su abogado pudieron ver, una violación flagrante de los principios más básicos del derecho. Este expediente contenía documentos falsificados y acusaciones sin fundamento que pintaban a Dreyfus como un ser depravado y antipatriótico. En enero de 1895, Alfred Dreyfus fue sometido a una degradación pública humillante en el patio de la École Militaire. Ante una multitud que aullaba «¡Muerte a Judas, muerte a los judíos!», le arrancaron las insignias de su uniforme y le partieron la espada. Mientras lo conducían al exilio perpetuo en la infame Isla del Diablo, frente a la costa de la Guayana Francesa, Dreyfus no dejó de clamar su inocencia y su amor por Francia. Para el ejército y para gran parte del país, el caso estaba cerrado; el honor, lavado.

Alfred Dreyfus

Alfred Dreyfus

Sin embargo, la verdad tiene una persistencia incómoda. En 1896, el teniente coronel Georges Picquart, nuevo jefe del contraespionaje, descubrió pruebas irrefutables de que el verdadero autor del bordereau no era Dreyfus, sino otro oficial, el mayor Ferdinand Walsin-Esterhazy, un aristócrata endeudado y con una moral laxa. Picquart, un antisemita confeso pero un hombre de honor, llevó sus hallazgos a sus superiores, esperando que se corrigiera el terrible error. La respuesta que recibió fue escalofriante. El Estado Mayor, aterrorizado ante el escándalo que supondría admitir su equivocación y la falsificación de pruebas, decidió sacrificar a un hombre inocente para salvar el «honor del ejército». Presionaron a Picquart para que guardara silencio y lo destinaron a Túnez, lejos del centro del poder. La razón de Estado, ese concepto nebuloso que justifica cualquier atropello en nombre de un bien superior, se impuso sobre la justicia.

La fractura de una nación: dreyfusards contra antidreyfusards

El intento de silenciar la verdad fracasó estrepitosamente. La familia de Dreyfus, liderada por su hermano Mathieu, luchó incansablemente por demostrar su inocencia. Poco a poco, figuras políticas e intelectuales comenzaron a unirse a su causa. El punto de inflexión llegó el 13 de enero de 1898. El novelista Émile Zola, una de las plumas más célebres de Francia, publicó una carta abierta al presidente de la República en la portada del periódico L’Aurore. Su título resonó como un trueno en toda Europa: «J’Accuse…!». En un acto de una valentía cívica sin precedentes, Zola señaló con nombres y apellidos a los altos mandos militares responsables de la conspiración, acusándolos de obstruir la justicia y de condenar a un inocente a sabiendas. El artículo, con una tirada inicial de 300.000 ejemplares, provocó una conmoción nacional.

Francia se partió en dos. Por un lado, los dreyfusards, defensores de la inocencia del capitán. Agrupaban a intelectuales, republicanos de izquierda y laicos que veían en el caso una lucha por los derechos humanos, la justicia y la verdad. Para ellos, la República no podía sobrevivir si sus cimientos se basaban en la mentira y el prejuicio. En el bando contrario se atrincheraban los antidreyfusards, una coalición heterogénea de monárquicos, católicos conservadores, nacionalistas y la gran mayoría del estamento militar. Para ellos, la inocencia o culpabilidad de Dreyfus era irrelevante. Lo que estaba en juego era el honor del ejército y la estabilidad de la nación. Cuestionar al ejército era un acto de traición. En su visión del mundo, defender a un judío era atacar a Francia. La prensa se convirtió en el campo de batalla, con periódicos como La Libre Parole de Drumont vomitando un antisemitismo virulento que incitó a disturbios y pogromos en más de 50 localidades de Francia y Argelia.

La polarización fue total. Las familias se rompieron, los amigos se convirtieron en enemigos y el debate descendió de los salones intelectuales a las calles, a menudo de forma violenta. El caso Dreyfus dejó de ser sobre un hombre para convertirse en un referéndum sobre la identidad misma de Francia. ¿Era una nación definida por sus principios universales de justicia y razón, heredados de la Revolución, o una comunidad definida por la etnia, la tradición y la autoridad incuestionable de sus instituciones? Esta dialéctica no solo marcó a Francia, sino que anticipó las grandes luchas ideológicas que dominarían el siglo XX entre el liberalismo democrático y los totalitarismos fascistas y comunistas.

El legado de un mártir involuntario

El camino hacia la rehabilitación de Dreyfus fue largo y tortuoso. Tras el suicidio del coronel Hubert Joseph Henry, quien confesó haber falsificado pruebas clave, y la huida de Esterhazy a Inglaterra, la presión para un nuevo juicio fue insostenible. En 1899, Dreyfus fue traído de vuelta de la Isla del Diablo, con el cuerpo devastado por la enfermedad pero el espíritu intacto. En un segundo consejo de guerra celebrado en Rennes, en un ambiente de intimidación extrema, el tribunal militar llegó a un veredicto surrealista: volvieron a declararlo culpable, pero «con circunstancias atenuantes». Era una solución absurda para intentar salvar la cara. El gobierno, deseoso de poner fin a la crisis que paralizaba el país, le ofreció un indulto presidencial, que Dreyfus, agotado, aceptó, aunque sin renunciar a su lucha por la exoneración total.

No fue hasta 1906 cuando el Tribunal de Casación anuló definitivamente la sentencia, proclamando su inocencia sin necesidad de un nuevo juicio y reconociendo que había sido víctima de una conspiración. Alfred Dreyfus fue reintegrado en el ejército y condecorado con la Legión de Honor en el mismo patio donde había sido humillado más de una década antes. Sirvió en la Primera Guerra Mundial y murió en 1935, un hombre cuya vida privada fue devorada por la historia pública.

Las consecuencias del caso Dreyfus transformaron Francia. La victoria de los dreyfusards supuso el triunfo del republicanismo laico, que culminó en la Ley de Separación de la Iglesia y el Estado de 1905, consolidando el carácter secular de la República. Sin embargo, el veneno del antisemitismo y del nacionalismo excluyente no desapareció; simplemente se replegó, esperando una nueva oportunidad para resurgir, como se demostraría trágicamente durante el régimen de Vichy unas décadas más tarde.

A nivel europeo, el impacto fue igualmente profundo. Un periodista austrohúngaro que cubrió el caso en París, Theodor Herzl, quedó devastado por los gritos de «¡Muerte a los judíos!» en la cuna de la emancipación. Concluyó que si esto podía suceder en Francia, la asimilación de los judíos en Europa era una quimera imposible. Esta revelación fue el catalizador directo que le llevó a escribir Der Judenstaat (El Estado Judío) en 1896, sentando las bases del sionismo político moderno. El caso Dreyfus, por tanto, no solo expuso las raíces del antisemitismo que culminaría en el Holocausto, sino que también, paradójicamente, plantó la semilla del movimiento que llevaría a la creación del Estado de Israel.

Bibliografía Académica

  • Bredin, Jean-Denis. The Affair: The Case of Alfred Dreyfus. George Braziller, 1986. (Considerada la obra de referencia sobre los aspectos legales y fácticos del caso).
  • Harris, Ruth. Dreyfus: Politics, Emotion, and the Scandal of the Century. Metropolitan Books, 2010. (Un análisis que profundiza en los aspectos culturales y emocionales que rodearon el caso).
  • Birnbaum, Pierre. The Anti-Semitic Moment: A Tour of France in 1898. Hill and Wang, 2003. (Un estudio detallado sobre la explosión de violencia antisemita en Francia durante el apogeo del caso).
  • Wistrich, Robert S. Antisemitism: The Longest Hatred. Schocken, 1991. (Ofrece un contexto amplio sobre la evolución del antisemitismo en Europa, situando el caso Dreyfus como un punto de inflexión clave hacia su forma moderna y racial).
  • Zola, Émile. The Dreyfus Affair: «J’Accuse» and Other Writings. Yale University Press, 2000. (Una colección de los escritos de Zola relacionados con el caso, esenciales para comprender el papel de los intelectuales).