El origen del conflicto entre Israel y Palestina

por | CONFLICTO ISRAEL Y PALESTINA

El conflicto entre Israel y Palestina es una de las heridas más profundas y persistentes del último siglo, cuyas raíces recaen sobre el Imperio Otomano.

Noticia sobre el nacimiento del Estado de Israel

Noticia sobre el nacimiento del Estado de Israel

Para comprender sus causas, no basta con mirar a la creación del Estado de Israel en 1948; es necesario retroceder en el tiempo, hasta los días en que un vasto imperio se desmoronaba y las potencias europeas, con la voracidad de los herederos impacientes, se disponían a repartirse el botín. El origen de esta disputa no es un simple choque de civilizaciones o religiones, sino el resultado de cálculos imperiales, promesas contradictorias y el despertar de dos nacionalismos irreconciliables en una misma tierra.

El ocaso otomano y el nacimiento de un nuevo tablero geopolítico

Durante cuatrocientos años, desde 1517 hasta el final de la Primera Guerra Mundial, la tierra que hoy conocemos como Palestina fue una provincia más dentro del inmenso y multiétnico Imperio Otomano. Este imperio, en su apogeo, era una superpotencia que se extendía por tres continentes: desde las puertas de Viena en el norte hasta Yemen en el sur, y desde Argelia en el oeste hasta la frontera con Persia en el este. Abarcaba los Balcanes, Anatolia, el Levante (que incluía la Siria histórica, Líbano, Jordania y Palestina), Mesopotamia (el actual Irak), Egipto y gran parte del norte de África. La administración otomana, aunque centralizada en Estambul (Turquía), era relativamente laxa en sus provincias. La identidad de las personas se definía más por su religión o su clan que por una nacionalidad en el sentido moderno. En la Palestina otomana convivían árabes musulmanes, que constituían la gran mayoría, junto a comunidades de árabes cristianos de diversas denominaciones, drusoscircasianos y una pequeña pero significativa comunidad de judíos, tanto sefardíes (descendientes de los expulsados de España) como askenazíes, que vivían principalmente en las ciudades santas de Jerusalén, Hebrón, Safed y Tiberíades.

Sin embargo, a finales del siglo XIX, el Imperio Otomano era conocido como «el hombre enfermo de Europa». Su desintegración no fue un evento súbito, sino un largo proceso de decadencia alimentado por múltiples factores. Internamente, sufría de corrupción administrativa, estancamiento tecnológico y una creciente incapacidad para gestionar su vasta diversidad étnica. Externamente, el auge de los nacionalismos en los Balcanes, inspirado por las revoluciones europeas, le arrebató gran parte de sus territorios en el continente. Al mismo tiempo, potencias como Rusia, Austria-Hungría, Francia y, sobre todo, el Reino Unido, ejercían una presión económica y militar constante, buscando expandir sus propias esferas de influencia. Fue en este contexto de colapso inminente cuando las tierras de Oriente Próximo, y en particular Palestina, por su valor estratégico y simbólico, se convirtieron en el objeto del deseo de las potencias coloniales. El Canal de Suez, inaugurado en 1869 y controlado por británicos y franceses, había convertido la región en una arteria vital para el comercio y la comunicación con la India, la joya de la corona del Imperio Británico.

La Gran Guerra: Promesas cruzadas sobre Palestina

La Primera Guerra Mundial (1914-1918) fue el catalizador que hizo saltar por los aires el viejo orden otomano. El Imperio se alió con las Potencias Centrales (Alemania y Austria-Hungría), una decisión que sellaría su destino. Para el Reino Unido y Francia, la guerra ofrecía la oportunidad de desmembrar definitivamente a su viejo rival y rediseñar el mapa de Oriente Próximo según sus intereses. Fue en este escenario de guerra total donde la diplomacia británica, en un ejercicio de cinismo magistral, tejió una red de promesas deliberadamente ambiguas y mutuamente excluyentes que sembraron las semillas del conflicto futuro.

Por un lado, los británicos buscaron el apoyo de los árabes para que se levantaran contra sus gobernantes otomanos. A través de la famosa Correspondencia McMahon-Hussein (1915-1916), Sir Henry McMahon, el Alto Comisario británico en Egipto, prometió a Hussein ibn Ali, jerife de La Meca, el reconocimiento de un gran reino árabe independiente al finalizar la guerra. Aunque las fronteras de este futuro reino eran vagas, los líderes árabes entendieron que Palestina, una región abrumadoramente árabe en lengua y cultura, formaría parte de él. Esta promesa inspiró la Rebelión Árabe de 1916, liderada por figuras como T.E. Lawrence, «Lawrence de Arabia», que fue crucial para debilitar el frente sur otomano.

Sin embargo, mientras animaban el nacionalismo árabe, los británicos negociaban en secreto con su principal aliado, Francia. El Acuerdo Sykes-Picot de 1916 fue un pacto secreto de reparto colonial. En él, ambos países se distribuían las provincias árabes del Imperio Otomano. Francia recibiría el control directo de la costa de Siria y Líbano, y una esfera de influencia en el interior. El Reino Unido se aseguraría el sur de Mesopotamia (Irak), con sus vitales recursos petrolíferos, y los puertos de Haifa y Acre en Palestina. El resto de Palestina, debido a su importancia religiosa para el cristianismo, el judaísmo y el islam, sería puesto bajo una administración internacional. Este acuerdo, que se filtró al público en 1917, traicionaba flagrantemente las promesas hechas a los árabes y demostraba que las motivaciones europeas eran puramente imperiales: control de recursos, rutas comerciales y posiciones estratégicas.

La tercera y más fatídica de las promesas fue la Declaración Balfour de 1917. En una carta dirigida al barón Rothschild, un líder de la comunidad judía británica, el ministro de Asuntos Exteriores, Arthur Balfour, declaró que el gobierno de Su Majestad veía con favor «el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío». Las motivaciones británicas eran complejas. Por un lado, buscaban ganarse el apoyo de la influyente diáspora judía en Estados Unidos y Rusia para el esfuerzo de guerra aliado. Por otro, existía una corriente de sionismo cristiano entre la élite política británica, que veía el retorno de los judíos a Tierra Santa como el cumplimiento de una profecía bíblica. Además, un asentamiento judío afín a los intereses británicos en Palestina era visto como una excelente forma de proteger el flanco oriental del Canal de Suez. La declaración fue una obra maestra de ambigüedad calculada. No prometía un «Estado», sino un «hogar nacional», un concepto sin precedentes en el derecho internacional. Crucialmente, incluía una cláusula que estipulaba que «no se hará nada que pueda perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías existentes en Palestina». En 1917, estas «comunidades no judías» (los árabes palestinos) constituían aproximadamente el 90% de la población, que ascendía a unas 700.000 personas, frente a unos 60.000 judíos. La Declaración Balfour, en esencia, era la promesa de una gran potencia europea a un segundo pueblo sobre el futuro de la tierra de un tercer pueblo.

El Mandato británico y la tensión creciente en la futura Israel

Al finalizar la guerra (Primera Guerra Mundial), el Imperio Otomano se disolvió y la recién creada Sociedad de Naciones otorgó a Francia y Reino Unido mandatos para gobernar los territorios recién adquiridos, con la supuesta misión de tutelarlos hacia la independencia. Francia consolidó su control sobre Siria y Líbano, mientras que el Reino Unido recibió los mandatos de Mesopotamia (Irak) y Palestina. El Mandato Británico sobre Palestina, formalizado en 1922, incorporó explícitamente el lenguaje de la Declaración Balfour, comprometiendo a la administración británica a facilitar la creación de un «hogar nacional judío».

Este fue el marco legal que permitió y fomentó la inmigración judía a gran escala. A lo largo de los años 20 y 30, sucesivas olas de inmigrantes (Aliyot) llegaron a Palestina, huyendo del creciente antisemitismo en Europa del Este. La población judía pasó de aproximadamente 84.000 en 1922 a casi 450.000 a finales de 1939, representando casi un tercio de la población total del territorio. Los inmigrantes, organizados a través de la Agencia Judía, compraron grandes extensiones de tierra (a menudo a terratenientes ausentes que vivían en Beirut o Damasco), establecieron asentamientos agrícolas colectivos (kibutzim), fundaron la ciudad de Tel Aviv y crearon una sociedad paralela con sus propias escuelas, sistema de salud y una fuerza de defensa paramilitar, la Haganá.

Avión egipcio abatido durante la independencia de Israel, 1948

Avión egipcio abatido durante la independencia de Israel, 1948

Para la población árabe palestina, este proceso era alarmante. Veían cómo su tierra y su demografía se transformaban sin su consentimiento. Se sentían traicionados por los británicos y amenazados por un proyecto sionista que, a sus ojos, era una forma de colonialismo europeo. Las tensiones entre ambas comunidades no tardaron en estallar. La violencia sectaria se hizo endémica, con disturbios graves en 1920, 1921 y 1929, este último provocado por disputas sobre el acceso al Muro de las Lamentaciones en Jerusalén. La frustración árabe culminó en la Gran Revuelta Árabe de 1936-1939, una sublevación nacionalista a gran escala contra la administración británica y la inmigración judía. La revuelta fue brutalmente reprimida por los británicos, con la ayuda de milicias judías, dejando miles de muertos y diezmando el liderazgo político palestino. La respuesta británica a la revuelta fue el Libro Blanco de 1939, que repudiaba la idea de la partición y limitaba drásticamente la inmigración judía a 75.000 personas en los siguientes cinco años, una política que fue vista como una traición por los sionistas justo en el momento en que los judíos de Europa se enfrentaban al Holocausto.

De la Segunda Guerra Mundial a la creación del Estado de Israel

La Segunda Guerra Mundial transformó radicalmente la situación. El Holocausto, el genocidio sistemático de seis millones de judíos a manos de la Alemania nazi, generó una inmensa simpatía internacional por la causa sionista y creó una urgencia existencial para establecer un refugio seguro para el pueblo judío. Cientos de miles de supervivientes se encontraban en campos de desplazados en Europa, y para muchos de ellos, Palestina era la única esperanza. La presión para la creación de un Estado de Israel se volvió abrumadora.

El Reino Unido, económicamente devastado por la guerra y enfrentando una insurgencia cada vez más violenta por parte de grupos paramilitares judíos como el Irgún y el Lehi, que buscaban expulsar a los británicos de Palestina, se vio incapaz de gestionar la situación. En 1947, en un acto de abdicación imperial, Londres anunció que renunciaría a su mandato y entregaría el «problema de Palestina» a las recién creadas Naciones Unidas.

La ONU formó un comité especial que recomendó la partición del territorio. El 29 de noviembre de 1947, la Asamblea General de la ONU aprobó la Resolución 181, que proponía dividir Palestina en dos estados: uno árabe y otro judío, con un régimen internacional especial para la ciudad de Jerusalén. En ese momento, los judíos representaban aproximadamente un tercio de la población (unos 600.000), pero el plan les asignaba el 56% del territorio, incluyendo las zonas costeras más fértiles. La población árabe (alrededor de 1,3 millones) recibió el 43%, mientras que Jerusalén quedaba como un corpus separatum.

La reacción fue inmediata y predecible. La dirigencia sionista, liderada por David Ben-Gurión, aceptó el plan, considerándolo un paso decisivo, aunque imperfecto, hacia la soberanía. El mundo árabe y los líderes palestinos lo rechazaron de plano, viéndolo como una injusticia flagrante que entregaba la mayor parte de su patria a una minoría de inmigrantes recientes. La violencia, que ya era endémica, se convirtió en una guerra civil abierta.

El 14 de mayo de 1948, un día antes de la expiración del Mandato Británico, David Ben-Gurión proclamó la independencia del Estado de Israel. Al día siguiente, los ejércitos de Egipto, Transjordania (actual Jordania), Siria, Líbano e Irak invadieron el recién nacido estado, dando comienzo a la primera guerra árabe-israelí. El conflicto que había sido gestado durante décadas en los despachos de Londres, París y Estambul, finalmente explotó en el campo de batalla, inaugurando un ciclo de guerra, desplazamiento y sufrimiento que continúa hasta nuestros días.

Bibliografía Académica

  • Khalidi, Rashid. The Hundred Years’ War on Palestine: A History of Settler Colonialism and Resistance, 1917–2017. Metropolitan Books, 2020.
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  • Shlaim, Avi. The Iron Wall: Israel and the Arab World. W. W. Norton & Company, 2014.
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