¿Existían anteriormente las naciones?
El concepto de naciones parece eterno, una verdad tan fundamental como la geografía que habitan. Hablamos del «pueblo francés» o la «nación china» como si fueran entidades inmutables que han existido desde tiempos inmemoriales.
Banderas de diferentes naciones
Sin embargo, si pudiéramos transportar a un campesino castellano del siglo XV o a un siervo de la gleba de la llanura ucraniana del siglo XVII a nuestro presente y le preguntásemos por su «nacionalidad», su respuesta sería desconcertante, así como la pregunta. Su identidad no estaba ligada a una abstracta «nación», sino a realidades tangibles: su señor feudal, su aldea, su parroquia y, por encima de todo, su fe.
El Antiguo Régimen: un mundo sin naciones modernas
Antes de la era de las revoluciones, que podríamos situar a finales del siglo XVIII, la unidad política fundamental no era la nación, sino el patrimonio dinástico. El Estado no era una entidad abstracta al servicio de un pueblo; el Estado era el monarca. La famosa, aunque posiblemente apócrifa, frase de Luis XIV, «L’État, c’est moi» («El Estado soy yo»), encapsula perfectamente esta realidad. Los territorios no se unían por afinidad cultural, sino por alianzas matrimoniales, herencias o conquistas. Un rey Habsburgo podía gobernar simultáneamente desde Viena sobre austriacos de habla alemana, húngaros, checos, croatas y flamencos, y ninguno de ellos sentía la necesidad de compartir una identidad común más allá de su lealtad (o sometimiento) a la misma corona.
La identidad del individuo no se registraba en función de su etnia o lengua, sino de su función y comunidad. La herramienta principal eran los registros parroquiales: la Iglesia (católica, ortodoxa, o la institución religiosa dominante) actuaba como el registrador civil de facto, documentando los tres pilares de la vida social: bautismos (nacimientos), matrimonios y defunciones. Paralelamente, los señores feudales o las administraciones locales mantenían sus propios censos, conocidos como «fuegos» (listas de hogares), cuyo único propósito era fiscal y militar: determinar cuántas unidades familiares existían para el cobro de impuestos, la exacción de rentas o el reclutamiento forzoso. En este mosaico, comunidades específicas, como las judías a través del Kahal, a menudo mantenían sus propios registros autónomos. Por lo tanto, un súbdito era «conocido» por el poder no como un ciudadano, sino como un alma perteneciente a una parroquia y una unidad fiscal adscrita a un señorío.
En este paradigma, no existían ciudadanos. Existían súbditos. La diferencia es abismal. Un súbdito es un objeto pasivo de poder; su relación con el rey es vertical y de obediencia. Sus derechos y deberes no eran universales, sino que dependían de su estamento: no era lo mismo ser un noble, un clérigo o un campesino. La ley no era igual para todos. La identidad colectiva primordial no era la nacionalidad, sino la religión. Las guerras más sangrientas de los siglos XVI y XVII, como la Guerra de los Treinta Años, no se libraron entre «Alemania» y «Suecia», sino entre alianzas de príncipes católicos y protestantes, con lealtades que cruzaban cualquier frontera «nacional» incipiente.
La cultura tampoco era una herramienta de unificación. Los reyes no tenían ningún interés particular en que el campesinado de sus dominios hablara el mismo idioma que la corte. De hecho, a menudo era lo contrario. La élite hablaba latín, francés o alemán, mientras que las masas hablaban una miríada de dialectos locales, ininteligibles entre sí. La homogeneización cultural, lejos de ser un objetivo, era una imposibilidad técnica y una irrelevancia política. La identidad era local.
El amanecer de las naciones: la revolución y el ciudadano
Todo este edificio milenario se desmoronó con una rapidez asombrosa. El epicentro del terremoto fue la Revolución Francesa de 1789, precedida por la Revolución Americana. Este no fue un simple cambio de gobierno; fue un cambio de paradigma ontológico, del ser. La fuente de toda soberanía (el derecho a gobernar) se trasladó de un solo punto (Dios y su ungido, el Rey) a un concepto nuevo y revolucionario: La Nación.
La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 es quizás el documento fundacional de la era moderna. Su Artículo 3 es explícito: «El principio de toda soberanía reside esencialmente en la nación. Ningún cuerpo, ningún individuo, puede ejercer una autoridad que no emane expresamente de ella». De la noche a la mañana, el súbdito del Rey de Francia fue abolido y reemplazado por el ciudadano de la Nación Francesa.
Este nuevo «ciudadano» era radicalmente diferente. Era un miembro activo y (en teoría) igualitario de una comunidad política. Su lealtad ya no era vertical hacia un señor, sino horizontal, hacia sus conciudadanos, con quienes compartía derechos y deberes. Y el deber más grande era defender a la nación. Así nació la levée en masse (leva en masa) de 1793, el primer ejército nacional de conscriptos. Por primera vez, se pedía a los hombres que no lucharan por el salario de un rey o la fe de un obispo, sino por la patrie, la patria.
Ejecución de Luis XVI, 1793
Este nuevo Estado-nación necesitaba, para sobrevivir, algo que los antiguos reinos despreciaban: la homogeneidad. Si la nación era la fuente del poder, todos los miembros debían sentirse parte de ella. Aquí comienza el gran proyecto de «construcción nacional» (nation-building) del siglo XIX.
El Estado se convirtió en un jardinero que podaba activamente la diversidad humana. Se impuso una lengua nacional (el francés de París sobre el occitano o el bretón) a través de la escuela pública obligatoria. Se creó un panteón de héroes nacionales, una bandera, un himno y una historia mítica compartida. Ser francés ya no era vivir en el territorio gobernado por el rey; era hablar francés, ir a la escuela republicana, celebrar el 14 de julio y sentir una conexión «imaginada» (en palabras del académico Benedict Anderson) con millones de personas a las que nunca conocerías.
El caso polaco: ¿una nación antes de las naciones?
Tomemos la Mancomunidad de Polonia-Lituania en el apogeo de su «Libertad Dorada», digamos, alrededor de 1650. A diferencia de la Francia absolutista, este Estado no era una monarquía absoluta, sino una «República de Nobles» o monarquía electiva. El rey tenía un poder débil, limitado por un parlamento (el Sejm) controlado por la nobleza (szlachta).
Aquí encontramos una paradoja. Sí, existía un concepto de «Nación polaca» (Naród szlachecki). Pero, ¿quién formaba parte de esta nación? No era una definición étnica, lingüística o cultural en el sentido moderno. La «Nación polaca» era, simple y llanamente, la szlachta, la nobleza, que constituía un asombroso 8-10% de la población (mucho más que en cualquier otro lugar de Europa).
Esta «nación» de nobles era increíblemente multiétnica. Un noble que hablara ruteno (el antecesor del ucraniano y el bielorruso) y fuera de fe ortodoxa, o un noble de origen tártaro y fe musulmana, o un noble de habla alemana y fe protestante, eran todos miembros plenos y orgullosos de la Naród szlachecki, siempre que compartieran los privilegios políticos y el código de honor de la nobleza.
¿Y el otro 90%? Los campesinos de habla polaca, los judíos de habla yiddish (que constituían una población urbana y rural enorme), los burgueses alemanes en Cracovia, los siervos rutenos… ninguno de ellos era considerado parte de la «nación». Eran simplemente la «población» o el «pueblo llano» (pospólstwo), objetos de gobierno, no sujetos de derechos. No había homogeneización cultural. El Estado no tenía interés ni capacidad para hacer que un campesino ortodoxo de Kiev hablara polaco o se sintiera «polaco». La lealtad del campesino era para con su señor, que sí era miembro de la «nación» de los nobles. La religión era un mosaico; la Confederación de Varsovia de 1573 había garantizado una tolerancia religiosa sin precedentes en Europa, no por un ideal de pluralismo moderno, sino por la necesidad práctica de mantener unida a una szlachta religiosamente diversa.
De súbditos a ciudadanos: la transformación del Estado y las naciones
La comparativa entre la Mancomunidad de 1650 y el surgimiento de la nación polaca moderna en el siglo XIX es demoledora y prueba nuestra tesis central. La vieja Naród szlachecki desapareció junto con su Estado en las Particiones de finales del siglo XVIII, cuando Rusia, Prusia y Austria se repartieron el territorio.
La moderna nación polaca nació sin Estado. Fue un proyecto cultural y romántico liderado por poetas como Adam Mickiewicz, músicos como Chopin e intelectuales revolucionarios. Su objetivo era radicalmente opuesto al de la vieja Mancomunidad. Ya no buscaban defender los privilegios de una clase noble multiétnica; buscaban despertar una conciencia nacional en las masas. El nuevo nacionalismo polaco del siglo XIX se definió por criterios modernos: la lengua polaca (que ahora había que enseñar a los campesinos) y la fe católica (vista como el escudo de la identidad polaca contra la Rusia ortodoxa y la Prusia protestante).
El objetivo de este nuevo nacionalismo era convencer al campesino de habla polaca de que tenía más en común con el intelectual noble (ahora despojado de sus privilegios) que con el administrador ruso o el terrateniente alemán. Se creó un mito nacional de Polonia como el «Cristo de las Naciones», sufriendo por los pecados de Europa. Cuando Polonia resurgió como Estado en 1918, después de 123 años de inexistencia, lo hizo bajo este nuevo paradigma: el del Estado-nación moderno, que buscaba (con resultados a menudo trágicos para sus minorías ucranianas, judías y alemanas) crear un Estado homogéneo para una nación definida étnica y lingüísticamente.
Antes de la era moderna no existían naciones como las entendemos: comunidades de ciudadanos políticamente iguales, soberanos y unidos por una cultura e identidad compartidas. Existían ethnies (grupos con mitos de ascendencia común), comunidades lingüísticas y lealtades dinásticas, pero la fusión de estos elementos en un proyecto político de masas que exige un Estado propio es una invención de los últimos 250 años.
Este invento, el Estado-nación, ha sido la fuerza política más poderosa de la historia moderna. Nos ha dado la democracia, los derechos de ciudadanía y el Estado de bienestar. Pero también nos ha dado un nacionalismo excluyente, la limpieza étnica y las guerras mundiales. Al crear al «ciudadano», inevitablemente creamos al «extranjero». Al definir la «nación», inevitablemente definimos al «otro» que no pertenece. Comprender que las naciones no son eternas, sino construcciones históricas, es el primer paso para analizar críticamente nuestro presente y desactivar los conflictos que esta poderosa idea sigue generando en el siglo XXI.
Bibliografía Académica
- Anderson, Benedict. (1983). Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism. London: Verso. (Obra fundamental que postula que las naciones son «comunidades imaginadas» creadas por el capitalismo de imprenta y la burocracia estatal).
- Gellner, Ernest. (1983). Nations and Nationalism. Ithaca: Cornell University Press. (Argumenta que el nacionalismo es un requisito funcional de la sociedad industrial moderna, que necesita una fuerza laboral móvil, alfabetizada y culturalmente homogénea).
- Hobsbawm, Eric J. (1990). Nations and Nationalism Since 1780: Programme, Myth, Reality. Cambridge: Cambridge University Press. (Analiza el nacionalismo como un fenómeno «construido desde arriba» por las élites estatales para asegurar la lealtad de las masas).
- Smith, Anthony D. (1986). The Ethnic Origins of Nations. Oxford: Blackwell. (Ofrece un contrapunto, argumentando que las naciones modernas, aunque son modernas, se construyen sobre «núcleos» étnicos preexistentes, o ethnies, con mitos, símbolos y memorias compartidas).
- Davies, Norman. (1982). God’s Playground: A History of Poland. Volume I: The Origins to 1795. New York: Columbia University Press. (Fuente de referencia para la naturaleza multiétnica y política de la «nación» de la nobleza en la Mancomunidad de Polonia-Lituania).
- Tilly, Charles. (1990). Coercion, Capital, and European States, AD 990–1990. Cambridge: Blackwell. (Explica cómo la guerra y la necesidad de financiación forzaron a los monarcas a centralizar el poder, creando las burocracias que eventualmente se convertirían en la base del Estado-nación).
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