Las claves de la Inquisición española
Desde sus primeros pasos a finales del siglo XV hasta su definitiva supresión en 1834, la Santa Inquisición en España se convirtió en un instrumento clave para moldear la sociedad, la política y la cultura de la monarquía hispánica.
Alegoría Inquisición española
Aunque muchas veces se reduce su historia a relatos sobre hogueras y torturas, una mirada más completa revela una institución compleja cuya lógica interna, sus motivaciones y su impacto resultan fundamentales para comprender la España moderna. A lo largo de casi cuatro siglos de actuación, el Tribunal del Santo Oficio (Santa Inquisición) articuló prácticas inquisitoriales que respondían a retos religiosos, políticos y socioeconómicos, y dejó tras de sí un rastro de consecuencias que aún alimentan el debate historiográfico.
En sus albores, la Santa Inquisición española se definió como un organismo de control permanente, distinto de las fórmulas medievales de tribunales temporales contra herejías específicas. Convocada por los Reyes Católicos mediante la bula Exigit sinceras devotionis affectus de Sixto IV en 1478 (La bula «Exigit sinceras devotionis affectus» emitida por el Papa Sixto IV en 1478, autorizó la creación de la Inquisición en la Corona de Castilla. Esta bula permitía a los Reyes Católicos nombrar y remover inquisidores, estableciendo así el Tribunal del Santo Oficio en la península. La bula no solo buscaba combatir herejías, sino también consolidar el poder real y controlar a los conversos), su misión inicial consistió en verificar la sinceridad de la conversión de judíos y musulmanes que, tras las expulsiones de 1492 y 1502, quedaban como “cristianos nuevos” bajo sospecha constante.
Desde el nombramiento de sus primeros inquisidores en 1480 hasta la designación de Tomás de Torquemada como primer Inquisidor General al año siguiente, la Inquisición estableció procedimientos propios: la denuncia anónima obligatoria, la prisión preventiva, el interrogatorio riguroso y, bajo circunstancias muy acotadas, la tortura autorizada por bula papal desde 1252. Cada falla confesional detectada se castigaba con una cadena de penas que iba desde la imposición de penitencias públicas hasta la entrega al brazo secular para la ejecución capital, habitualmente en autos de fe masivos ante miles de espectadores.
Detrás de este aparataje judicial y religioso se encontraban causas sólidas y causas más difusas. En el plano dogmático, los monarcas católicos y el clero deseaban preservar la uniformidad de la fe como garantía de unidad política; la presencia de cristianos nuevos que, según se creía, mantenían prácticas judaizantes o islamizantes suponía una amenaza al ideal de ortodoxia. Políticamente, la Inquisición ofrecía al poder regio un mecanismo para intervenir en lo religioso sin mediación papal, un paso decisivo en el fortalecimiento del Estado monárquico centralizado. En lo económico, las cuantiosas confiscaciones de bienes de los presos —un tercio para la Corona, otro para obras pías y otro para el propio Santo Oficio— añadían un incentivo material al celo inquisitorial.
El desarrollo de la Inquisición española siguió varias fases. En una primera etapa, entre 1480 y 1500, el tribunal se centró en consolidar su autoridad, estableciendo sedes en Castilla, Aragón y Navarra. A medida que el aparato se profesionalizaba, se incorporaron oficiales letrados y alguaciles especializados, y surgieron redes de informantes urbanos y rurales encargados de detectar faltas por pequeños indicios: una reunión familiar en hebreo, la posesión de un amuleto o el intercambio de libros sin licencia. Esta granularidad permitió que la Inquisición penetrara en el día a día de comerciantes, jornaleros y clérigos, imponiendo una disciplina social y un clima de autocensura.
En una segunda fase, durante el siglo XVI, la expansión ultramarina llevó el modelo inquisitorial al Nuevo Mundo. Los tribunales de México y Lima adaptaron procedimientos peninsulares a realidades locales: utilizaron lenguas indígenas en los interrogatorios y requirieron el apoyo de autoridades civiles para confiscar bienes que, en muchas ocasiones, financiaron obras de caridad en esas mismas provincias. Además, la Inquisición intervino en disputas territoriales y pleitos de encomenderos, ampliando su rol más allá de lo puramente confesional.
Una tercera fase, en los siglos XVII y XVIII, se caracterizó por el desgaste institucional. La frecuencia de autos de fe disminuyó, pero su carácter ritual creció: se convertían en espectáculos de reafirmación social que reforzaban alianzas entre la Corona y el clero. La publicación del Índice de libros prohibidos y la figura del censor eclesiástico asumieron mayor protagonismo, ahogando la circulación de ideas humanistas y científicas. Frente a esto, surgieron corrientes de pensamiento crítico dentro de la propia Iglesia y, bajo presiones ilustradas, la Inquisición comenzó a etiquetar a liberales, masones y autores extranjeros como nuevos enemigos de la fe.
Alegoría de hoguera durante la Inquisición
Durante el reinado de Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón, la prioridad era controlar a los conversos peninsulares. Para 1492, seis tribunales funcionaban ya en Castilla y León; en 1498 se instaló uno en Aragón; más tarde se abrieron sedes en Sevilla, Valencia, Barcelona y luego en América (México, Lima, Cartagena) conforme la Corona ampliaba sus dominios. Bajo Torquemada, entre 1483 y 1498, se calcula que fueron procesadas alrededor de 12 000 personas, de las cuales unas 2 000 fueron ejecutadas en la hoguera. Sin embargo, investigadores como Henry Lea aducen hasta 30 000 condenas a muerte en toda la península, cifra muy debatida y revisada a la baja por otros expertos como Henry Kamen, quien sugiere un rango aproximado de 3 000 a 5 000 ejecuciones en los cuatro siglos de institución.
Hacia el siglo XVI, el foco inquisitorial se amplió a herejías europeas —luteranos, calvinistas— y a prácticas consideradas “supersticiosas” o “mágicas”. Los moriscos, conversos forzosos del islam tras la caída de Granada (1492), se convirtieron en objetivo de vigilancia y persecución: entre 1566 y 1571, las investigaciones contra judaizantes dieron paso a procesos contra sospechosos de mantener rasgos de cultura musulmana, lo que desembocó en el motín morisco de Las Alpujarras (1568–1571) y en la expulsión definitiva de los moriscos en 1609, una consecuencia directa del temor inquisitorial a la disidencia religiosa y cultural.
El impacto cuantitativo de la Inquisición va más allá de las sentencias de muerte. Durante los siglos XV y XVI se abrieron aproximadamente 100 000 procesos en la península y en América; de ellos, cerca del 20 % culminaron en condena severa (cadena perpetua, galeras o fuego). En el siglo XVII, la eficacia inquisitorial decayó ligeramente, coincidiendo con un mayor énfasis en el auto de fe como espectáculo de reafirmación social y no tanto como herramienta masiva de represión. Aun así, entre 1600 y 1700 se produjeron alrededor de 25 000 procesos, con unas 1 200 ejecuciones.
Socialmente, la Inquisición reforzó la idea de “limpieza de sangre” como factor de exclusión: conversos y sus descendientes fueron estigmatizados durante generaciones, limitando su acceso a cargos públicos, eclesiásticos y universitarios. Culturalmente, la censura inquisitorial de libros y la vigilancia intelectual coartaron la circulación de ideas renovadoras, afectando a la ciencia, la literatura y el debate filosófico; el Índice de libros prohibidos y los libros de consulta que obligaban a los confesos a denunciar lecturas sospechosas ilustran esta represión semántica. Políticamente, el Santo Oficio contribuyó a la consolidación del absolutismo al neutralizar a potenciales disidentes, sirviendo de aliado fiel a la Corona, pero erosionando la capacidad de innovación institucional que caracterizó a otras monarquías europeas en la misma época.
Las voces críticas han destacado por siglos la “leyenda negra” que vincula a España con la Inquisición como sinónimo de intolerancia y oscurantismo. Sin embargo, la historiografía contemporánea matiza: reconoce los mecanismos de terror y la arbitrariedad de muchos procesos, pero también subraya que, en comparación con tribunales seculares de otros países, el Santo Oficio estaba más reglamentado y su jurisdicción, teóricamente, más limitada (solo católicos bautizados). Además, el número real de ejecuciones representaba un porcentaje muy bajo del total de casos instruidos, lo cual relativiza el impacto numérico frente al efecto simbólico y psicológico que provocaba el temor a la denuncia y la auto-vigilancia social.
El agotamiento final de la Inquisición llegó con la llegada de las ideas ilustradas y el debilitamiento de las monarquías tradicionales. La invasión napoleónica (1808) suspendió parcialmente sus actividades; Fernando VII la restauró —con un giro para perseguir liberales e ilustrados— y solo en 1834, durante la regencia de María Cristina, se promulgó su abolición definitiva en toda la Monarquía. En total, la institución perduró 356 años, un periodo lo suficientemente amplio como para permear costumbres, mentalidades y estructuras de poder.
Si bien la Inquisición ya no actúa, sus formas de vigilancia y censura ofrecen analogías modernas: control de la información, presión social para conformarse a un dogma único y mecanismos de sanción simbólica o real contra quienes se salen de la norma. Comprender su génesis, su funcionamiento y sus secuelas es, por tanto, una empresa ineludible para cualquier historiador, sociólogo o ciudadano interesado en el debate entre libertad y orden, entre diversidad y unidad.
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