Qué fueron y cómo surgieron las guerras del opio

por | POLÍTICA INTERNACIONAL

Las guerras del opio constituyen uno de los episodios más reveladores del siglo XIX, no solo por el dramatismo de los enfrentamientos militares, sino porque condensan en sí mismas el choque entre dos mundos: el de un imperio milenario, la China de la dinastía Qing, que se concebía como el centro de la civilización, y el de una potencia emergente, el Reino Unido.

Barcos ingleses, guerras del opio 1841

Barcos ingleses, guerras del opio 1841

Cuando nos preguntamos qué fueron las guerras del opio, no basta con describirlas como conflictos bélicos; fueron, en realidad, el laboratorio donde se ensayó la lógica del imperialismo moderno, un sistema en el que el comercio, la diplomacia y la fuerza militar se entrelazaban para imponer un orden global favorable a las potencias industriales.

El opio, lejos de ser un simple producto, se convirtió en el catalizador de un proceso mucho más amplio: la apertura forzada de China al comercio internacional, la subordinación de su soberanía y el inicio de lo que los historiadores chinos denominan el “siglo de la humillación”.

Inglaterra y las guerras del opio: la lógica del comercio desigual

Para comprender cómo surgieron las guerras del opio, es necesario situarse en el contexto económico de principios del siglo XIX. Inglaterra, tras la Revolución Industrial, había multiplicado su capacidad de producción. Sus fábricas necesitaban mercados donde colocar textiles, manufacturas y productos industriales. Sin embargo, la China de las guerras del opio no mostraba interés en estas mercancías. El imperio Qing, con una economía agrícola sólida y un sistema artesanal altamente desarrollado, era autosuficiente.

El comercio exterior estaba regulado por el sistema de Cantón, que limitaba las transacciones a un único puerto y bajo estricta supervisión imperial. Europa, y en particular Gran Bretaña, demandaba té, seda y porcelana, productos de lujo que se habían convertido en parte esencial de la vida cotidiana británica. El problema era que China solo aceptaba plata como medio de pago, lo que generaba un déficit comercial crónico para Londres.

La solución británica fue introducir un producto que generara dependencia: el opio cultivado en la India británica. La Compañía de las Indias Orientales monopolizó su producción en Bengala y lo vendía a comerciantes privados que lo introducían clandestinamente en China. El negocio creció de manera exponencial: en 1773 se exportaban unas mil cajas de opio; en 1820, unas 4.500; y en 1838, más de 40.000, equivalentes a unas 2.500 toneladas.

El impacto fue devastador. Millones de chinos se volvieron adictos, la plata comenzó a salir de China en grandes cantidades y la economía imperial se resintió. El opio no era solo una mercancía: era un arma económica que invertía la balanza comercial a favor de Inglaterra.

China y las guerras del opio: soberanía, moral y crisis interna

La China de las guerras del opio enfrentaba un dilema existencial. Por un lado, la dinastía Qing buscaba preservar su soberanía y proteger a su población de una droga que estaba destruyendo comunidades enteras. Por otro, carecía de los medios militares y diplomáticos para resistir la presión británica.

El emperador Daoguang, alarmado por la magnitud del problema, nombró en 1839 al comisionado Lin Zexu, un funcionario íntegro y decidido, para erradicar el comercio del opio. Lin adoptó medidas drásticas: arrestó a traficantes, cerró almacenes y confiscó más de 20.000 cajas de opio en Cantón, que fueron destruidas públicamente en un acto simbólico que buscaba reafirmar la soberanía china.

Este gesto, celebrado como un acto de dignidad nacional, fue interpretado en Londres como una provocación intolerable. El Reino Unido no podía aceptar que un imperio extranjero limitara su comercio. La lógica imperialista era clara: el libre comercio debía imponerse, aunque fuera a cañonazos.

La Primera Guerra del opio (1839-1842): el despertar de la desigualdad

La Primera Guerra del opio fue, en muchos sentidos, un choque entre dos concepciones del mundo. Por un lado, la China de la dinastía Qing, que se concebía como el “Imperio del Centro”, autosuficiente y con una visión jerárquica de las relaciones internacionales, donde los extranjeros eran considerados vasallos tributarios. Por otro, el Reino Unido, que tras la Revolución Industrial había adoptado una visión expansiva del comercio, basada en la idea de que los mercados debían abrirse por la fuerza si era necesario.

El detonante inmediato fue la campaña del comisionado Lin Zexu contra el opio en Cantón. Su carta a la reina Victoria, en la que apelaba a la moralidad y pedía que Inglaterra prohibiera en su propio territorio lo que exportaba a China, nunca recibió respuesta. En cambio, el gobierno británico interpretó la destrucción de las 20.000 cajas de opio como un ataque directo a la propiedad de sus comerciantes.

En 1840, una flota británica zarpó hacia China. La diferencia tecnológica era abismal: mientras los chinos contaban con juncos de madera y artillería obsoleta, los británicos desplegaron cañoneras de vapor, fragatas modernas y cañones de largo alcance. El bloqueo naval impuesto por Inglaterra paralizó el comercio en el delta del río Perla y generó un efecto psicológico devastador en la población.

Las batallas fueron rápidas y desiguales. En 1841, los británicos tomaron la isla de Chusan (Zhoushan) y avanzaron hacia el norte, amenazando incluso Nankín, una de las ciudades más importantes del imperio. La incapacidad de las fuerzas Qing para resistir quedó en evidencia: no solo carecían de armamento moderno, sino que además estaban lastradas por la corrupción y la desorganización administrativa.

El desenlace llegó en 1842 con el Tratado de Nankín, que inauguró la era de los “tratados desiguales”. Sus cláusulas fueron humillantes: China cedía Hong Kong al Reino Unido, abría cinco puertos al comercio extranjero (Cantón, Amoy, Foochow, Ningbo y Shanghái), pagaba una indemnización de 21 millones de dólares de plata y concedía extraterritorialidad a los súbditos británicos.

Más allá de las concesiones materiales, lo que la Primera Guerra del opio simbolizó fue la ruptura del orden tradicional chino. El imperio que durante siglos había dictado las reglas del comercio en Asia se veía ahora obligado a aceptar condiciones impuestas por una potencia extranjera. La guerra reveló que la modernidad industrial no solo transformaba economías, sino que redefinía las jerarquías internacionales.

La Segunda Guerra del opio (1856-1860): la consolidación del imperialismo

Si la primera guerra había sido un despertar brutal para China, la Segunda Guerra del opio confirmó que el equilibrio de poder se había desplazado de manera irreversible hacia Occidente. El pretexto fue aparentemente menor: en 1856, las autoridades chinas abordaron el barco “Arrow”, registrado bajo bandera británica, acusando a su tripulación de piratería. Londres utilizó el incidente como excusa para exigir nuevas concesiones.

Pero esta vez Inglaterra no estaba sola. Francia, interesada en expandir su influencia en Asia, se unió a la contienda tras la ejecución de un misionero católico en territorio chino. La alianza anglo-francesa desplegó una fuerza militar aún más moderna y numerosa que en la primera guerra.

Las operaciones militares fueron rápidas y devastadoras. En 1858, las tropas occidentales avanzaron hacia el norte y obligaron a China a firmar el Tratado de Tientsin, que ampliaba los privilegios extranjeros: apertura de once nuevos puertos, derecho de establecer embajadas en Pekín, libertad de movimiento para misioneros cristianos y, lo más humillante, la legalización del comercio del opio.

Rebelión de los Bóxers 1899-1901

Rebelión de los Bóxers 1899-1901

Sin embargo, la corte Qing, dividida entre facciones conservadoras y reformistas, se resistió a ratificar el tratado. Esto llevó a una nueva ofensiva en 1860. Las tropas británicas y francesas marcharon hacia Pekín y, tras vencer la resistencia en las fortalezas de Dagu, entraron en la capital. El episodio más simbólico fue el saqueo y la quema del Palacio de Verano (Yuanmingyuan), una joya arquitectónica y cultural que representaba siglos de refinamiento artístico chino. El incendio, ordenado por Lord Elgin como represalia, fue un acto de violencia cultural que buscaba humillar a la dinastía Qing y enviar un mensaje inequívoco: la resistencia tendría un precio no solo político, sino también simbólico.

La guerra concluyó con la Convención de Pekín (1860), que ratificó y amplió las cláusulas del Tratado de Tientsin. China debía pagar nuevas indemnizaciones, abrir más puertos, ceder la península de Kowloon al Reino Unido y aceptar la presencia permanente de embajadas extranjeras en su capital.

La Segunda Guerra del opio consolidó la penetración imperialista en China y marcó un punto de no retorno. El país quedó atrapado en una red de tratados desiguales que lo despojaron de su autonomía y lo convirtieron en un espacio semicolonial. La dinastía Qing, debilitada y desprestigiada, enfrentaría en las décadas siguientes rebeliones internas como la Taiping y la Nian, que pusieron en jaque su supervivencia.

Imperialismo y las guerras del opio: un análisis crítico

Las guerras del opio son un ejemplo paradigmático del imperialismo económico del siglo XIX. Inglaterra utilizó su poder militar para imponer un comercio desigual, subordinando a China a los intereses de la economía global.

Desde una perspectiva crítica, resulta evidente que el Reino Unido priorizó sus beneficios económicos sobre cualquier consideración ética. La adicción masiva al opio, que afectó a más de 10 millones de chinos, fue vista como un daño colateral aceptable.

El caso de las guerras del opio revela cómo el imperialismo no solo se basaba en la conquista territorial, sino en la imposición de reglas económicas. El opio fue el medio, pero el objetivo era abrir el mercado chino a la influencia occidental.

Consecuencias a largo plazo: el siglo de la humillación (1839-1949)

Las consecuencias fueron profundas y duraderas. Políticamente, la dinastía Qing quedó debilitada y perdió legitimidad, lo que favoreció el estallido de rebeliones internas como la Taiping (1850-1864) y la de los Bóxers (1899-1901). Económicamente, China quedó atrapada en un sistema de tratados desiguales que la obligaban a abrir sus puertos y aceptar condiciones impuestas por potencias extranjeras. Socialmente, la adicción al opio alcanzó niveles alarmantes, con millones de personas incapaces de sostener una vida productiva. Geopolíticamente, las guerras del opio marcaron el inicio de la penetración occidental en Asia y el preludio de la colonización parcial de China.

En términos cuantitativos, las bajas chinas en la Primera Guerra del opio superaron los 20.000 muertos, frente a menos de 500 británicos. La desproporción refleja no solo la superioridad militar, sino también la brutalidad de un sistema internacional basado en la fuerza.

Conclusión

La China de la dinastía Qing representaba la continuidad de una civilización que durante siglos había sido el centro económico y cultural de Asia, autosuficiente y orgullosa de su tradición. El Reino Unido, en cambio, encarnaba la modernidad industrial, la expansión colonial y la convicción de que el comercio debía imponerse incluso a costa de la destrucción de sociedades enteras. El opio fue el detonante, pero lo que estaba en juego era mucho más profundo: la definición de las reglas del orden mundial en el siglo XIX.