¿Qué ocurrió en la Guerra entre México y EEUU?
La Guerra entre México y Estados Unidos, uno seducido por la idea de un “Destino Manifiesto” que lo empujaba hasta el Pacífico; otro, desgarrado por luchas internas, decidido a mantener intacta su vasta República.
Representación de rancheros mejicanos, 1836
Esa tensión global, tejida con pasiones revolucionarias y apetitos territoriales, es la auténtica antesala de la Guerra mejicano-estadounidense (1846-1848): un enfrentamiento cuyos eslabones primeros se forjaron mucho antes de las armas, en despachos diplomáticos, asambleas legislativas y debates sobre el porvenir de América.
En la primera mitad del siglo XIX, el mapa norteamericano se encontraba en plena erupción política. La joven Unión —poco más que un conjunto de Estados agrarios y prósperas ciudades portuarias— se transformaba gracias al telégrafo, el ferrocarril y la revolución agrícola. Los periódicos pregonaban con fervor la misión de llevar “libertad y civilización” hacia el oeste, explorando rutas olvidadas por los españoles y reclamando tierras que parecían “vacías” ante el paso ligero de carretas y carpas. Simultáneamente, en Europa se fraguaban movimientos revolucionarios: 1848 sería un año de levantamientos en París y Berlín, y el gobierno de Washington no quiso quedarse atrás a la hora de aprovechar un orden mundial en agitación.
Mientras tanto, en México, la batalla por la propia gobernabilidad adquiría matices dramáticos. Alcanzar la independencia en 1821 no bastó para encauzar un proyecto de Estado estable. El joven país oscilaba entre facciones liberales y conservadoras que se acusaban mutuamente de conspirar a favor de potencias extranjeras. Los caudillos regionales, dueños de milicias y de los recursos locales, disputaban al gobierno central el monopolio de la violencia legítima. Con un tesoro público agotado por las guerras de emancipación y sin apenas industria de armamentos, la defensa del territorio se basaba en ciudades fortificadas y en milicianos improvisados que respondían a caciques estatales antes que a una bandera nacional.
En ese escenario, la anexión de Texas en diciembre de 1845 fue la chispa que encendió una pólvora vieja. Texas, tierra de libertades para emigrantes anglosajones dispuestos a cultivar algodón, se había separado de México en 1836. Durante casi una década, su estatus flotó entre república independiente y aspiración estadounidense. Cuando el Congreso de EE. UU. aceptó la oferta texana, el debate interno se radicalizó: partidarios de la anexión vieron la oportunidad de ampliar plantaciones de algodón y reforzar la seguridad nacional; opositores alertaron sobre un desequilibrio político que reforzaría el poder de los Estados esclavistas en el Sur.
El choque de fronteras no era un desacuerdo cartográfico sino el símbolo de proyectos antagónicos. Para Washington, extenderse más allá del río Nueces era un paso lógico en la construcción de un imperio continental. Para Ciudad de México, mantener el Bravo como límite era salvaguardar la herencia hispánica y la cohesión de la joven república. Ambas posiciones reflejaban visiones distintas sobre el sentido del territorio: recurso económico, bastión de seguridad o matriz de identidad cultural.
El contexto internacional concluía de afianzar esa tensión: Reino Unido y Francia observaban con recelo la expansión norteamericana, temiendo despojo de rutas de comercio hacia Asia. Mientras tanto, brigadas mormonas asentadas en Utah recordaban que el territorio abarcado por México no era un desierto sin dueño, sino un espacio compartido por pueblos indígenas —ute, paiute— y colonos que habían labrado huertas y bajo cúpulas improvisadas. Esa complejidad demográfica, ignorada por la retórica oficial, anticipaba el drama de comunidades obligadas a elegir bando en una guerra que no habían provocado.
Batalla de San Jacinto 21 abril 1836. Independencia de Texas
Cuando, a comienzos de 1846, Washington envió tropas hacia el río Bravo, la intención real no era solo “defender Texas” sino forzar a México a un enfrentamiento que legitimara la conquista de territorios adicionales. La fragilidad política del gobierno mexicano, con ministros que cambiaban a ritmo de pronunciamientos militares, ofrecía el escenario perfecto: un Estado dividido difícilmente coordinaba líneas de suministro, custodio de armerías y diplomáticos en Europa.
En paralelo, los congresistas estadounidenses discutían no solo el presupuesto de la guerra, sino el eventual reparto de las riquezas de California y Nuevo México, tierras ricas en pieles de castor, minerales y rutas hacia el Pacífico.
Pese a que las operaciones militares comenzaron en la frontera, el sentido profundo del conflicto trascendía la simple ocupación de plazas. El verdadero campo de batalla fue la percepción global: convencer a la opinión pública de que la Guerra entre México y Estados Unidos era justa y necesaria. En Washington, carteles ilustraban la necesidad de “liberar” poblaciones sometidas a la tiranía; en Ciudad de México, los periódicos alertaban del peligro de ser arrastrados por potencias extranjeras y la urgencia de defender la “soberanía nacional”. Ambas narrativas rivalizaban por moldear la conciencia de ciudadanos que apenas entendían los matices geográficos de aquellas praderas lejanas.
Cuando el tratado de paz se firmó en febrero de 1848, el resultado fue un peldaño clave en la construcción de un Occidente norteamericano que nadie podría ignorar. México cedía más de la mitad de su territorio —California, Arizona, Nuevo México, Utah, Nevada y partes de Colorado y Wyoming— y recibía 15 millones de dólares, una cifra que sirvió para pagar deudas internas y reparar parcialmente el erario público. Estados Unidos, a cambio, confirmaba su condición de potencia emergente, con un pie en el Pacífico y la perspectiva de abrir mercados hacia Asia.
Sin embargo, el valor real de aquella transacción no cabía en los cheques ni en los kilómetros cuadrados: sus consecuencias se tejieron en la vida cotidiana de decenas de miles de personas. Poblados mexicanos que pasaron de un día para otro a depender de tribunales y burocracias foráneas; comunidades indígenas que seguían siendo relegadas en los márgenes de un Estado que no reconoció su presencia; y antiguos soldados texanos transformados en terratenientes de vastas haciendas, seguros de su derecho divino de poseer la tierra.
Las repercusiones políticas y culturales tardaron décadas en desplegarse. En México, la derrota alimentó un mito fundacional de orgullo herido que nutre un nacionalismo defensivo hasta hoy. Frases como la “invasión gringa” o los “heroicos Niños Héroes” funcionan como brújula moral, recordando que la pérdida no fue solo de suelo, sino de promesas de prosperidad interrumpidas por cañones y plumas de diplomáticos extranjeros. En Estados Unidos, la Guerra reforzó la idea de misión civilizadora y sentó el precedente de futuras intervenciones en América Latina, validando el uso de la fuerza para “proteger intereses”.
En el ámbito social, la fusión de culturas produjo un legado mestizo con matices contradictorios. El español se coló en carteles de California, las celebraciones de Pascua tejieron rituales nuevos en el suroeste, y los apellidos hispanos se convirtieron, al mismo tiempo, en símbolos de un pasado y en pasaporte a oportunidades laborales en ranchos y minas. No obstante, las leyes locales impusieron barreras: impuestos extras, restricciones al testimonio legal y extranjería forzada, que transformaron a muchos en ciudadanos de segunda categoría.
En última instancia, la Guerra entre México y Estados Unidos no fue un capricho de guerreros ni una simple firma de diplomáticos. Fue la convergencia de corrientes ideológicas —expansionismo, republicanismo, liberalismo— y de capacidades materiales —ferrocarriles, impresos y ánimos políticos— que reconfiguraron el destino de un continente. Conocer sus causas —la pulsión del Destino Manifiesto, la fragilidad del Estado mexicano—, su contexto global —la inquietud revolucionaria europea, el comercio de pieles, la fiebre del oro— y sus consecuencias —pérdida territorial, reordenamiento cultural y legado de desigualdad— nos permite leer el presente con otras lentes.
Porque hoy, en cruce de caminos entre dos soberanías, seguimos negociando identidades y derechos. Cada migrante que cruza busca una oportunidad que, hace casi dos siglos, despertó pasiones similares. Cada debate sobre bilingüismo remite a aquella época en que el español y el inglés disputaron un mismo suelo. Y cada muro propuesto revive el trauma de fronteras firmadas con tinta y cañones, que tardaron más en cicatrizar que en fundarse.
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