La relevancia geopolítica del Imperio Otomano

por | CONFLICTO ISRAEL Y PALESTINA

Pocas estructuras de poder han definido el mapa mundial con tanta persistencia como el Imperio Otomano. Durante más de seiscientos años, la relevancia geopolítica del Imperio Otomano fue el eje sobre el cual giró el equilibrio de poder global, un puente y una barrera a la vez entre Oriente y Occidente.

Ataque a Bizancio por Mehmed II, 1453. Imperio Otomano

Ataque a Bizancio por Mehmed II, 1453. Imperio Otomano

Entender el Imperio Otomano no es un ejercicio de nostalgia histórica, sino una necesidad para descifrar las fracturas y alianzas del Mediterráneo, los Balcanes y, de manera crucial, el Oriente Medio contemporáneo, incluyendo los conflictos que definen a la moderna Turquía y el territorio de Palestina.

El Imperio Otomano y el vacío de poder que lo vio nacer

Para comprender la meteórica ascensión de los turcos otomanos, debemos visualizar el mundo en el que emergieron. El contexto inmediatamente anterior a su fundación, a finales del siglo XIII, no era uno de imperios sólidos, sino de fragmentación y caos. El gran Imperio Bizantino, que había sido el escudo de la cristiandad oriental durante mil años, era una sombra de sí mismo. En 1204, la Cuarta Cruzada, en un acto de cinismo geopolítico sin precedentes, había saqueado Constantinopla, dejando al imperio fatalmente herido y dividido, y fragmentado en varios estados sucesores (como el Imperio de Nicea y el Despotado de Epiro). El Imperio Bizantino fue restaurado en 1261, cuando las fuerzas de Nicea retomaron Constantinopla, cayendo finalmente en 1453 por sultán otomano Mehmed II.

En Anatolia (la actual Turquía asiática), el poder dominante había sido el Sultanato Selyúcida de Rum. Sin embargo, las invasiones mongolas de mediados del siglo XIII, especialmente la devastadora derrota en la batalla de Köse Dağ (1243), hicieron añicos esta estructura. El sultanato se descompuso en una miríada de pequeños principados o feudos conocidos como Beyliks. Estos eran estados fronterizos, volátiles y en constante conflicto entre sí y con los restos bizantinos.

Fue en este vacío de poder donde un líder tribal menor llamado Osmán I (de quien deriva el nombre «otomano») comenzó a forjar su destino. Su Beylik, estratégicamente situado cerca de la frontera bizantina en Bitinia, atrajo a guerreros de todo el mundo turco e islámico. Estos eran los ghazis, guerreros de la fe, motivados tanto por el fervor religioso como por la promesa del botín. El genio temprano de los otomanos no fue solo militar; fue su capacidad para absorber y administrar. A diferencia de los cruzados o los mongoles, los primeros otomanos ofrecían estabilidad. Consolidaron su poder no solo mediante la espada, sino mediante la pragmática asimilación de las estructuras administrativas bizantinas y selyúcidas, creando un sistema híbrido que resultó ser increíblemente resistente y eficaz.

De Beylik a potencia intercontinental: la expansión del Imperio Otomano

El desarrollo inicial del Imperio Otomano fue explosivo y estratégicamente brillante. En lugar de empantanarse en las luchas internas de Anatolia, los sucesores de Osmán miraron hacia Europa. En 1354, cruzaron los Dardanelos y tomaron Galípoli, estableciendo la primera cabeza de puente otomana permanente en el continente europeo. Este movimiento fue un punto de inflexión geopolítico. Desde allí, los otomanos flanquearon Constantinopla, dejándola como una isla cristiana aislada en un mar turco.

Su avance por los Balcanes fue sistemático. Batallas como la de Kosovo (1389) se grabaron en la memoria mítica de las naciones balcánicas, cimentando el dominio otomano. Pero su influencia no se basó únicamente en la conquista. Introdujeron el sistema Devshirme, el «impuesto de sangre», mediante el cual reclutaban a jóvenes cristianos de los Balcanes. Estos jóvenes, convertidos al islam y educados en la corte, formaban el cuerpo de élite de los Jenízaros, una infantería fanáticamente leal al Sultán, no a la aristocracia local. Este sistema, aunque hoy nos parezca cruel, fue una herramienta de ingeniería social que rompió los antiguos lazos feudales y creó un ejército y una burocracia centralizados, algo que las monarquías europeas tardarían siglos en lograr.

El avance otomano pareció imparable, aunque sufrió un revés casi fatal en 1402, cuando el conquistador turco-mongol Tamerlán derrotó y capturó al sultán Bayaceto I en la batalla de Ankara. El imperio se sumió en una guerra civil (el Interregno Otomano) que duró más de una década. Sin embargo, la capacidad del estado para reconstituirse demostró la solidez de sus cimientos. Una vez reunificado, el objetivo era claro: Constantinopla.

El Imperio Otomano como eje del mundo: conquista y consolidación

El 29 de mayo de 1453, el sultán Mehmed II, utilizando una artillería de cañones de un tamaño nunca antes visto, rompió las legendarias murallas teodosianas. La caída de Constantinopla (ahora Estambul) no fue solo el fin del Imperio Romano de Oriente; fue el momento en que el Imperio Otomano pasó de ser un reino poderoso a ser una potencia mundial. Geopolíticamente, el impacto fue inmenso. Los otomanos ahora controlaban el Bósforo y los Dardanelos, dominando las rutas comerciales vitales del Mar Negro. Europa sintió el impacto de inmediato; la caída de la ciudad aceleró la búsqueda de rutas marítimas alternativas hacia Asia, impulsando la Era de la Exploración y el «descubrimiento» de América.

Pero la visión de los sultanes no se detuvo en Europa. El sultán Selim I (1512-1520) dirigió la maquinaria militar hacia el sur y el este. En 1514, en la batalla de Chaldiran, aplastó al Imperio Safávida de Persia, estableciendo la frontera oriental (aproximadamente la actual frontera entre Turquía e Irán) y conteniendo la expansión del chiismo, definiendo así las líneas de fractura sectaria que aún hoy dividen el mundo islámico.

Más decisiva aún fue su campaña contra el Sultanato Mamluk de Egipto. En una guerra relámpago entre 1516 y 1517, Selim conquistó Siria, Egipto y, de manera crucial, la región de Palestina. Con esta conquista, el Imperio Otomano absorbió las tres ciudades santas del Islam: La Meca, Medina y Jerusalén. El sultán otomano asumió el título de Califa, convirtiéndose en el líder espiritual y protector de todos los musulmanes sunitas. Esta no era solo una ganancia territorial; era una ganancia de legitimidad religiosa que cimentó la autoridad otomana sobre el mundo árabe durante cuatrocientos años.

El apogeo y el equilibrio de poder: El Imperio Otomano en la escena global

El reinado del hijo de Selim, Solimán el Magnífico (1520-1566), representa el apogeo del poder otomano. El imperio se extendía por tres continentes. En Europa, la victoria en la batalla de Mohács (1526) aniquiló el Reino de Hungría, llevando a los turcos otomanos a las puertas de Viena en 1529. Aunque el asedio fracasó, la presencia otomana en el corazón de Europa alteró el equilibrio de poder continental.

La influencia geopolítica del imperio se ejerció de formas complejas. Controlaba la mayor parte del norte de África a través de sus vasallos berberiscos, desafiando el dominio de España y Venecia en el Mediterráneo. Pero también jugaba el juego diplomático europeo. En un movimiento que escandalizó a la cristiandad, el Imperio Otomano forjó una alianza estratégica con Francia (la alianza franco-otomana) contra el enemigo común: el Sacro Imperio Romano Germánico de los Habsburgo. Esto demuestra que la geopolítica otomana no era una simple «guerra santa», sino una política de Realpolitik altamente sofisticada.

Internamente, el imperio gestionaba su vasta diversidad a través del sistema Millet. A las comunidades religiosas no musulmanas (como los cristianos ortodoxos griegos, los armenios y los judíos) se les permitía autogobernarse según sus propias leyes a cambio de lealtad y un impuesto. Este sistema proporcionó una relativa estabilidad durante siglos, pero contenía las semillas de la futura desintegración. Al preservar estas identidades religiosas y étnicas separadas, el sistema Millet se convirtió, irónicamente, en la incubadora del nacionalismo que finalmente destruiría el imperio.

El largo ocaso: El «hombre enfermo» y la cuestión de Oriente

Ningún imperio dura para siempre. El punto de inflexión para el Imperio Otomano suele situarse en el fracaso del segundo asedio de Viena en 1683. La subsiguiente derrota en la Gran Guerra Turca, culminando en el Tratado de Karlowitz (1699), marcó la primera pérdida territorial importante del imperio en Europa. Comenzó un largo y lento retroceso.

Murallas antigua Constantinopla

Murallas antigua Constantinopla

Durante los siglos XVIII y XIX, el imperio se enfrentó a dos amenazas existenciales: la agresión externa y la desintegración interna. Externamente, la Rusia zarista emergió como su archienemigo, buscando expandirse hacia el sur para obtener puertos de aguas cálidas en el Mar Negro y, finalmente, controlar Estambul. Internamente, la corrupción, la pérdida de disciplina militar (los Jenízaros pasaron de ser una fuerza de élite a un lobby reaccionario) y el estancamiento tecnológico frente a la Revolución Industrial europea lo debilitaron fatalmente.

Esto dio lugar a la «Cuestión de Oriente», la pregunta diplomática que obsesionó a las capitales europeas durante el siglo XIX: ¿Qué pasaría cuando el Imperio Otomano colapsara? ¿Quién se quedaría con los pedazos? Gran Bretaña, temiendo la expansión rusa hacia la India, adoptó una política de apuntalar al «hombre enfermo de Europa», mientras que Austria-Hungría y Rusia competían por la influencia en los Balcanes.

El nacionalismo, una idea importada de la Revolución Francesa, fue el veneno final. La Guerra de Independencia griega en la década de 1820 fue la primera gran secesión exitosa. Le siguieron Serbia, Rumania y Bulgaria. El imperio intentó reformarse desesperadamente. Las reformas del Tanzimat (1839-1876) buscaron modernizar el ejército, la burocracia y crear una identidad cívica común, el «otomanismo», para unir a musulmanes, cristianos y judíos bajo una misma bandera. Fracasó estrepitosamente. El nacionalismo étnico (griego, búlgaro, serbio, armenio y, finalmente, árabe y turco) demostró ser una fuerza mucho más poderosa que la lealtad a un sultán lejano en Estambul.

La Gran Guerra y el colapso: El fin del Imperio Otomano

La llegada al poder de los Jóvenes Turcos en 1908, un grupo de oficiales nacionalistas modernizadores aceleró el fin. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial en 1914, el Imperio Otomano se enfrentó a una elección fatídica. Tras algunas vacilaciones, se unió a las Potencias Centrales (Alemania y Austria-Hungría).

Geopolíticamente, esta alianza tenía sentido para ellos. El enemigo histórico del imperio era Rusia, que ahora estaba alineada con Gran Bretaña y Francia. Alemania, por otro lado, parecía ser un socio modernizador sin ambiciones territoriales inmediatas en el corazón del imperio (el proyecto del ferrocarril Berlín-Bagdad era visto como un vínculo económico, no colonial). Fue una apuesta desesperada por la supervivencia, y resultó ser catastrófica.

El imperio luchó en múltiples frentes: en Galípoli (una defensa heroica que forjó la carrera de un oficial llamado Mustafa Kemal), en el Cáucaso contra Rusia, en Mesopotamia contra los británicos que avanzaban desde la India, y en el frente de Palestina, donde los británicos avanzaban desde Egipto.

Mientras la guerra se intensificaba, el nacionalismo turco de los Jóvenes Turcos se volvió virulento. Temiendo una colaboración armenia con Rusia, el gobierno de los Jóvenes Turcos perpetró el Genocidio armenio a partir de 1915, una página oscura de asesinatos en masa y deportaciones forzadas que marcó el colapso moral del imperio multiétnico.

Simultáneamente, los británicos explotaron el creciente nacionalismo árabe. Prometieron al Jerife Hussein de La Meca un gran reino árabe independiente a cambio de que liderara una revuelta contra sus amos turcos otomanos. La Revuelta Árabe (1916-1918), inmortalizada por T.E. Lawrence («Lawrence de Arabia»), fue un golpe decisivo que rompió el frente sur del imperio. Sin embargo, los árabes fueron traicionados. En secreto, en 1916, Gran Bretaña y Francia habían firmado el Acuerdo Sykes-Picot, repartiéndose las provincias árabes del imperio entre ellos, creando esferas de influencia que ignoraban por completo las realidades étnicas o sectarias.

La desintegración y el legado: El nacimiento de turquía y el nuevo Oriente Medio

Con la derrota de las Potencias Centrales, el Imperio Otomano firmó el Armisticio de Mudros en octubre de 1918. El colapso fue total. El Tratado de Sèvres (1920), impuesto por los victoriosos Aliados, fue una sentencia de muerte que desmembraba el imperio, entregando grandes porciones de Anatolia a Grecia, Italia y Francia, y creando un estado armenio y kurdo.

Pero aquí surgió la última oleada de nacionalismo: el nacionalismo turco. Liderado por el héroe de Galípoli, Mustafa Kemal (más tarde conocido como Atatürk), un movimiento de resistencia se organizó en Anatolia. Lucharon en la Guerra de Independencia Turca (1919-1922) y expulsaron a las potencias ocupantes. Esta victoria militar forzó a los Aliados a renegociar.

El Tratado de Lausana (1923) borró el Tratado de Sèvres y reconoció las fronteras de un nuevo estado-nación: la República de Turquía. El Sultanato y el Califato fueron abolidos. Fue el fin oficial de 623 años de historia otomana.

Mientras tanto, los territorios árabes se dividieron según los acuerdos de Sykes-Picot y la Conferencia de San Remo, creando el sistema de Mandatos de la Liga de Naciones:

  • Irak (Mandato Británico)
  • Palestina (Mandato Británico), que incluía el compromiso de la Declaración Balfour de 1917 de crear un «hogar nacional para el pueblo judío», sentando las bases del conflicto israelo-palestino.
  • Transjordania (Mandato Británico), que se convertiría en Jordania.
  • Siria (Mandato Francés)
  • Líbano (Mandato Francés), separado de Siria.

La relevancia geopolítica del Imperio Otomano no reside solo en su pasado, sino en el caos que dejó su desintegración. Las fronteras artificiales trazadas por las potencias coloniales en Irak y Siria son la causa fundamental de la inestabilidad actual en Oriente Medio. El conflicto en Palestina es un legado directo de las promesas contradictorias hechas por los británicos durante la Primera Guerra Mundial para desmantelar el dominio otomano. Los conflictos étnicos en los Balcanes de la década de 1990 fueron la explosión de tensiones que el sistema Millet otomano había contenido, pero nunca resuelto. Y la moderna Turquía vive en una constante negociación entre su identidad republicana y laica de Atatürk y su imponente pasado imperial otomano.

Seiscientos años de gobierno otomano demostraron que un imperio multiétnico podía funcionar, aunque de forma imperfecta. Su colapso, gestionado por potencias externas con intereses propios, demostró que un siglo de nacionalismo y fronteras mal dibujadas podía crear un legado de conflicto casi perpetuo.

Bibliografía Académica

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